MISTAGOGÍA DE LA BELLEZA DE DIOS. EL VALOR DEL SILENCIO CREATIVO
La vida contemplativa es una historia que se despliega, día tras día, a través de la apasionada búsqueda del rostro de Dios, en una relación de escucha, cercanía y encuentro con Él, que transfigura la vida. La Iglesia incansablemente -de día y de noche- alaba, agradece y suplica por toda la humanidad. Esa voz eclesial resuena en una boca que llamamos “comunidades contemplativas”, imagen que usó Dios cuando dijo al profeta Jeremías: Si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca (cf. Jr 15, 19).
Desde esta sensibilidad bíblica, la vida monástica custodia vigilante esta pedagogía de la belleza que educa al mundo, este “sacar lo bello de lo vil” para aprender a ver -en las vicisitudes desfiguradas de las adversidades- el reflejo de la belleza de Dios, portadora de una eterna llamada a la Vida que florece en el respeto y la acogida a todos.
Pedagogía de la belleza.
Se ha instalado en el corazón del hombre una profunda desilusión y desconfianza de todo. En la mayoría de ellos, sin aceite de júbilo ni pan de esperanza, la vida se escurre como agua derramada. Nuestra casa común, esta tierra que pisamos, tiene las puertas y ventanas cerradas a la luz de la vida.
La pregunta sobre el mal emerge cotidianamente en el silencio y en los labios de todos, y ante el lamento humano que sigue interrogando: ¿Qué belleza salvará el mundo?, la vida monástica responde -más con su “estar entre los hombres” que con palabras- que: sólo la belleza misericordiosa de Dios salva al hombre del vacío de su vida, sólo Dios hace suyo el sufrimiento infinito del mundo, lo abraza y lo transforma en bien para todos; únicamente en Cristo sufriente Dios irrumpe en la historia -y en la nuestra cada día-, y vence al mal con el Amor misericordioso que levanta al hombre vencido en sus tribulaciones.
Dios no olvida al hombre, esta es la belleza que salva. El recuerdo constante de la comunidad monástica por los hombres, especialmente los que más sufren, hace presente el eterno recuerdo de Dios por la humanidad, hechura de sus propias manos. Se queda corto el conocido: “Pienso luego existo” de Descartes, es más existencial y necesario al ser humano: “Alguien piensa en mí [me ama], luego existo”, y es esta realidad la que hace presente el cenobio monástico.
Cultivar esta mirada presente, reflexiva, que vaya más allá de lo que se ve y de la bulimia de los contactos inmateriales, iniciar en el arte de sacar lo bello de lo vil, es urgente en nuestro mundo, y a ello se consagra la vida monástica por entero para dar respuesta al vértigo activista de un mundo -aparentemente en fiesta- pero con la lámpara de la alegría apagada por falta de verdadera fraternidad.
Nuestras casas y barrios, en vez de ser preciosos espacios de encuentro donde lo “común” se aprecie y sostenga, frecuentemente se convierten en “lugares” de huida y de desconfianza mutua (cf. EG 75), construidos -más para aislar y proteger de tanta agresión-, que para conectar e integrar.
El monasterio, en medio de esta realidad no se queda impasible, es una voz que educa en el silencio, descubriendo al hombre la necesidad que tiene de conectarse “desde el corazón” a su origen, a Dios fuente de la vida, para crecer como un ser humano, sabiendo de dónde viene y a dónde va, y no convertirse en una computadora programada y eficaz.
La comunidad monástica, no se aísla del mundo, ni está llamada a replegarse sobre sí misma, sino que el Espíritu de Dios la moviliza continuamente, pero no en un “desborde activista”, sino en una atención amante al otro (cf. EG 199), en un continuo éxodo de sí mismo. La belleza de descalzarse ante el otro, descentrándose del propio ego, con un exquisito arte de escuchar y de dar hospitalidad -tanto en la liturgia como en la acogida a los huéspedes-, es parte de la pedagogía de la belleza en el silencio claustral.
Solamente en la comunión con Dios encuentra el hombre “vida estable”. Pero para ello necesita un “tú humano”, una relación interpersonal que le revele a Dios, y su indisoluble “vinculo” a Él desde el origen del mundo. La comunidad monástica es este “tú humano” que revela la verdad de la existencia de Dios y su amor al hombre. Y esto desde una belleza orante y desde la melodía de Dios.
M. Pilar Avellaneda Ruiz, CCSB, Las Huelgas (Burgos)